En el número de “Si Zapata fuera millennial” del newsletter El especial de lo inefable, escribí una historia de terror. Hoy se los dejo en este blog porque sucedió un evento singular. Un suscriptor y amigo mío, llamado Víctor, no sólo respondió a mi cartita, sino que hizo el favor de seguir con el cuento. Les dejo las dos partes. La original mía y la respuesta de Vic.
Parte I
Mi soledad en la Ciudad de México fue evidente el día en que mi cama dio un brinco a mitad de la noche. Mi colchón había saltado en la oscuridad, impulsándome hacia arriba, como si un extraño ser la hubiera pateado desde abajo. Abrí los ojos de golpe y, al caer de nuevo sobre la sábana, encendí la lámpara del buró, con el corazón latiéndome deprisa. Lo primero que pensé fue que había un espectro debajo de mi cama. Luego, mi adulta interior me dio una cachetada mental: “Seguro fue un sueño”.
Para estar segura, me armé de valor para ver si había algo debajo de la cama que pudiera haber provocado el salto. Nada. Toqueteé también el colchón. Nada. Me recosté otra vez y abrí mi celular para tontear un poco en Instagram y olvidarme del incidente. Me había ido a acostar con ganas de llorar, tal vez fuera eso, el estrés, la angustia.
El problema fue que, la noche siguiente, sucedió lo mismo: salí disparada brevemente por los aires. Prendí la luz y googleé lo que había pasado. Tal vez este fenómeno era parecido a la sensación de que te estás cayendo en un sueño y te despiertas de golpe. Trastada similar a la que hace tu cabeza cuando despiertas y no te puedes mover. “No se te sube el muerto”, me traté de convencer, “sólo tu cerebro no se da cuenta de que estás despierta; debe ser lo mismo ahora”. No encontré mucha gente que sintiera una presencia, como canguro fantasmal, golpeando su colchón en Internet. Quizá mis sueños eran demasiado vívidos. “Tengo que dejar de ver videos de Dross”, pensé. Y me obligué a dormir.
No por mucho, porque ocurrió lo mismo a las dos horas. Algo pateaba mi cama desde abajo. Ahora sí, además de encender mi lamparita, le hablé a mi hermano. Eran las cuatro de la mañana y no sabía quién se enojaría menos de mis conocidos cercanos. Me contestó, para mi sorpresa, sin voz soñolienta “¿Qué pasó?”. “Ay, perdón en serio por la hora; es una estupidez, pero ya van varias veces que siento que alguien… algo… me patea la cama”. “Jajaja, qué tonta. A ver, cuéntame, yo ando atorado con mi tarea de la maestría”. Así pasamos una hora hablando de los extraños episodios del ser que movía mi cama y de cómo seguro me estaba volviendo loca estar tan sola durante la pandemia. Mi hermano me dijo que necesitaba ver más gente, que se me oía apagada. Volví a dormir.
Nada mejoró. Al contrario.
La noche siguiente, mientras hacía la cena, no nada más vi mi reflejo en la ventana del balcón. A mi lado, acompañándome, vi la sombra de una mujer. Al menos, lo que parecía una mujer. De cabellos largos, sin rostro. Sin pensarlo, apagué la estufa y me refugié en mi habitación sin haber cenado. Tuve ganas de llorar otra vez. Esa noche no dormí en mi cama, descansé sentada, apoyada en la pared, con la lamparita de noche encendida.
La presencia me seguía de a ratos. Me la topaba en los espejos. Decidí cocinar con las persianas del balcón corridas y siempre hablar por teléfono cuando intuía que me podía topar al espectro. La mujer fantasma me afectaba tanto que la comida ya no me sabía a nada. Dejé de trabajar y pasaba horas viendo el techo, esperando la noche. Mudarme no era opción: mi familia estaba en Veracruz, yo no tenía auto, no quería contagiar a nadie por un viaje en camión.
La última noche, ya no sólo intuía que había alguien viviendo en los reflejos de las ventanas y los espejos, pues sentí cómo la mujer se acostó a mi lado, en la negrura, helada. Me quedé muy quieta. Tenía tanto miedo que empecé a llorar y la presencia no se movió ni un ápice. Mis lágrimas dejaron de ser por terror y, más bien, lloré por mi soledad. Estaba harta de no ver a mi familia, de no tener a mi roomie aquí, de no poderle hablar a un amigo para que se quedara conmigo. Estaba harta. La cama seguía hundida por el peso de la mujer. El pavor me impedía respirar, pero ahí, en la pesada oscuridad, entendí que ella estaba igual de triste que yo. En las tinieblas hice el terror a un lado y tomé la mano fría que se entrelazó con la mía. Esa noche lloramos juntas.
Desde entonces, vivo también tras los espejos.
Parte II
También se acostó a mi lado alguna vez
Nunca me hizo saltar por los aires golpeando mi cama desde abajo, pero sí me acompañó a dormir varias noches durante más o menos un mes, y si bien nunca se acostaba (hasta la vez que se acostó), siempre estaba conmigo ahí en el cuarto, presente, y su presencia me daba miedo.
Así me fui a dormir aquellas noches de verano, con mucho miedo. Sabía que estaba ahí y me atemorizaba, me quedaba dormido por cansancio envuelto en una angustia terrible y una que otra noche despertaba durante la madrugada solo para confirmar que seguían estando ahí, su presencia y mi miedo.
En una de las noches en las que me fui a dormir tranquilo porque no estaba ahí, hizo algo espectacular. En cuanto me acosté y me tapé con la cobija entró a la casa por la puerta de la entrada en el piso de abajo, subió rápidamente las escaleras, se aproximó velozmente a mi cuarto y cuando llevó su mano a la manija de la puerta… ¡PUM!… toda la casa se cimbró. Esa noche no me acompañó.
Cuando traté de contar a Mayi lo que me pasaba aprovechando que una de sus amigas había venido a visitarla, y saqué el tema como cualquier otro durante la plática, este no causó mayor revuelo en la audiencia. En ese entonces no existían pero hoy cuando lo cuento puedo ver las dos palomitas azules flotando en el aire de la sala. Visto.
Finalmente ocurrió.
Una noche comenzó a subir a mi cama por la parte de abajo, es decir, por la parte donde van mis pies. Yo ya lloraba en este punto. Sentí cómo se hundía el colchón cuando apoyaba el primer brazo y cómo se repetía la sensación con el segundo, después una rodilla y la otra también. Me quedé muy quieto, sí. Avanzó a gatas hasta llevar su boca a mi oído y me dijo “Yo también quiero estar ahí”, así confirmé lo que ya sospechaba, era mujer. Yo seguía llorando.
En una visita express a mi antigua casa me topé con un cuadro en la pared que tenía santitos y mensajes de protección, siempre había estado en el pasillo en un lugar muy visible y nunca le había prestado atención. Lo tomé y me lo llevé a mi cuarto, lo puse en la pared y me fui a dormir.
No me ha visitado desde entonces.
Cortesía de Víctor Pomposo Luna.
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